domingo, 13 de febrero de 2011

Café

Supongamos que estás tomando un café en una mesa de tu cafetería favorita.

Sabe delicioso, lo disfrutas, lo paladeas, estás encantado con tu café, no quieres que se acabe nunca.

Supongamos también que, por medios que no vienen a cuento, descubres que la taza contiene, además de café, una generosa dosis de lejía, por lo que si continúas bebiendo, morirás.

Y sin embargo, inexplicablemente, el café sabe tan bien...

Das otro sorbito.

Sólo uno.

Va, dos.

Venga, tres y ya.

Imaginemos que ahora hace su entrada en escena un amigo tuyo con el que habías quedado. Se sienta frente a ti y te recomienda, con buen juicio, que no pruebes ni una gota más.

Dejas el café en la mesa. De hecho, sales con tu amigo de la cafetería para no volver jamás.

Pero a estas alturas tienes una úlcera del tamaño del lago Michigan y pasas muchos meses de dolores y malestar hasta que te repones casi completamente.

Largo tiempo después, alguien te hace saber que te espera para tomar un café en esa puñetera cafetería.

¿Aceptas?

Pues yo tampoco.